La provincia de Buenos Ayres ya no es un territorio gobernado: es un experimento de descomposición social donde la indiferencia política convierte a nuestros niños en víctimas sistemáticas. En el Conurbano, los tiroteos entre bandas los transforman en blanco de balas perdidas o en cuerpos descartables arrojados desde autos robados; en el sudoeste, las inundaciones los arrastran como escombros de un sistema que nunca los consideró parte de nada. Ambas tragedias tienen un mismo origen: una clase política que, por cuatro décadas, prefirió perpetuar la pobreza en villas miseria antes que urbanizar, que hizo del hambre un negocio electoral y de la tragedia climática una excusa para licitaciones fraudulentas.
No es incapacidad: es diseño. Un Estado fallido no se improvisa; se construye con cada obra postergada, con cada informe técnico ignorado, con cada intendente convertido en gerente del gobernador de turno. Ya en la década del 50, se advertía esta decadencia.
¿Qué relación hay entre el narcotráfico que somete al Conurbano y las lluvias que devastan Bahía Blanca? La misma: la falta de autonomía. Los intendentes no gobiernan, administran miserias. La provincia, convertida en una maquinaria clientelar, desmantela a los municipios para que nada se resuelva sin la venia de La Plata. Mientras en Coronel Vidal cancelan la Fiesta Nacional del Potrillo tras un caso de justicia por mano propia -porque el Estado ya ni siquiera garantiza la seguridad básica-, en Mar del Plata siguen expandiendo barrios privados en zonas altas y desplazando a los humildes hacia terrenos inundables, asegurándose que cada anegamiento futuro sume nuevos votos cautivos. No es negligencia: es perversión.
Llamar a Buenos Ayres "provincia fallida" no es exageración, es diagnóstico. Sus dirigentes han reemplazado la gobernabilidad por la parasitocracia: extraen recursos, desangran municipios y abandonan a la gente a la autogestión de la desesperación. Las soluciones existen desde hace más de 70 años, pero la democracia reciente las invisibilizó, porque aplicarlas significaría perder el control del caos que los mantiene en el poder. La verdadera emergencia no es la violencia ni las lluvias: es el sistema que sobrevive degradando a su pueblo.
Buenos Aires no resurgirá con nuevos líderes, sino destruyendo el cáncer que la consume desde 1955: la centralización que infantiliza a los municipios. La autonomía plena no es un sueño, es la única vía para que las decisiones vuelvan a tomarse en Quilmes y San Martín, en Tornquist, Balcarce y Junín, lejos de los despachos que lucran con la miseria. Mientras los políticos sigan gobernando a distancia, seguiremos siendo una colonia de insectos, esperando -entre un crimen y una inundación- que nos devuelvan la dignidad como bonaerenses.
Nuestros legisladores nos deben 120 leyes: Ley de Poblamiento, Reforma Tributaria, Creación de Nuevos Municipios, Autonomía Municipal, Cartas Orgánicas, Regionalismo Productivo… La deuda no es solo jurídica, es moral.
Luis Gotte
La trinchera bonaerense