SÃO PAULO, Brasil — En su progresivo asalto a las instituciones democráticas, el presidente Jair Bolsonaro ha subido el tono contra el sistema electoral de Brasil. El mismo 10 de agosto en que el Congreso derrotó su propuesta de poner en práctica un sistema de voto mediante urnas electrónicas y comprobantes impresos que permitirían el reconteo manual para las elecciones de 2022, apareció en un desfile militar acompañado de los tres comandantes de las fuerzas armadas.
Poco antes, sus seguidores habían realizado manifestaciones de protesta contra la votación electrónica en 23 capitales, aunque en 25 años de usarla nunca se ha detectado un fraude.
Ahora los bolsonaristas prometen protestas masivas para el 7 de septiembre, cuando se conmemora un nuevo aniversario de la independencia.
Al repetir la táctica de Donald Trump, quien alegó que le habían robado la elección presidencial de 2020, Bolsonaro busca crear desconfianza en las elecciones de 2022, que, según encuestas de opinión, perdería. En Estados Unidos el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Mark E. Milley, se comprometió a defender la Constitución estadounidense y no a un individuo, pero en Brasil hay una diferencia crítica: algunos altos mandos de las fuerzas armadas, generales en la reserva y activos, apoyan los embates autoritarios de Bolsonaro.
Aunque la mayoría de los brasileños cree que un golpe militar es imposible y anacrónico, la cúpula militar ha revivido una visión tutelar de nuestra democracia.
Esta visión tiene origen en el discutido artículo 142 de la Constitución de Brasil, que permite a las fuerzas armadas asumir el papel de garantes de los poderes, la ley y el orden, y de funciones de seguridad interna que van más allá de la defensa de amenazas externas.
Los partidarios de Bolsonaro se apoyan en esta provisión constitucional para amenazar abiertamente a otros poderes, como el Supremo Tribunal Federal (STF). Y poco importa que la Corte Constitucional rechace esa interpretación.
Para volver a la normalidad democrática, las instituciones principales del Estado, desde el Congreso al Supremo Tribunal, así como las academias y la prensa tienen que tomarse en serio el problema militar y promover una amplia reforma de las fuerzas armadas que incluya a los órganos de la justicia militar encargados de su monitoreo, como el Superior Tribunal Militar. No hacerlo conducirá a la caída de nuestra joven democracia.
Los signos de alerta son evidentes. Durante el gobierno de Bolsonaro, los militares han cruzado más líneas rojas que en todas las gestiones anteriores de la etapa democrática, que comenzó en 1985. A finales de julio, el ministro de Defensa, el general Walter Braga Netto, amenazó al presidente de la Cámara de diputados, Arthur Lira, con que no habría elecciones si no se adopta el sistema de comprobantes impresos. Días después, Braga Netto reafirmó su apoyo al voto impreso diciendo que el deseo de los ciudadanos es que la votación tenga una “mayor transparencia y legitimidad”.
Una provocación de esta clase de un general que tiene bajo su mando a los comandantes de las fuerzas armadas sería inimaginable en países vecinos como Uruguay, Argentina y Chile, que también sufrieron dictaduras. Pero no lo es para los brasileños que, han seguido de cerca el avance de los militares en diferentes ámbitos de la vida pública durante la última década.
Durante la investigación de mi libro más reciente, Daño colateral, seguí el rastro de impunidad e insubordinación de los militares al poder civil en casos que tuvieron la participación del Ejército y la Marina de 2011 a 2019 y que provocaron la muerte de 35 civiles durante operativos urbanos para combatir el tráfico de drogas en las favelas. Ningún militar fue condenado por esas acciones. Pero hubo algo peor: para encubrir esos delitos, se criminalizó a las víctimas y se deslegitimó el pedido de justicia de las familias. Ese encubrimiento fue amparado por una justicia militar condescendiente y comandos militares que llevaron a cabo un fuerte cabildeo para cambiar las leyes y evitar que los militares sean juzgados por la justicia civil.
Pero el poder militar no ha crecido en el vacío, sino que ha contado con la complicidad o la tibieza de políticos y de la justicia.
En 2016, la cúpula militar apoyó el juicio político contra Dilma Rousseff en reuniones con el entonces vicepresidente Michel Temer. Cuando Temer llegó a la presidencia, nombró por primera vez a un militar como ministro de la Defensa. Así, la jefatura del Ministerio de la Defensa quedó fuera de manos civiles por primera vez en democracia. Temer también devolvió al ejército el mando de los órganos de inteligencia, bajo la Oficina de Seguridad Institucional, y amplió el número de operativos de seguridad realizados por las tropas en el territorio nacional. Ese fue el pago que las fuerzas armadas recibieron por respaldar sus ambiciones presidenciales y dar “un enorme prestigio al gobierno”. Luego, Temer autorizó intervención militar de Río de Janeiro, la primera en un estado desde la redemocratización, que fue comandada por el mismo general Braga Netto que hoy envía mensajes golpistas al Congreso.
Tras décadas alejados de la refriega política, en tiempos recientes los militares se han visto involucrados en episodios turbios, como la fabricación y distribución masiva de cloroquina, un medicamento ineficaz contra la COVID-19, y en tejemanejes para la compra de vacunas. Pese a los escándalos, se han sentido envalentonados y lanzado repetidas amenazas a los demás poderes del Estado.
En mayo de 2020, el ministro del Gabinete de Seguridad Institucional, el general Augusto Heleno, advirtió al STF de “consecuencias imprevisibles para la estabilidad nacional” si se incautaba el celular de Bolsonaro para investigar las acusaciones en su contra sobre cambiar al director de la Policía Federal con fines políticos. En julio, Braga Netto firmó con los comandantes de las tres fuerzas una nota intimidando a un senador que criticaba el papel de los militares en la corrupción.
Los poderes civiles han reaccionado de forma tímida ante estas amenazas. Solo dos semanas después, el Congreso convocó al general para que rindiera explicaciones. El presidente del STF, Luiz Fux, apenas envió mensajes cifrados en un discurso, sin mencionar el nombre del presidente o del ministro. La Fiscalía General recibió cuatro solicitudes de investigación y está considerando citar al general, pero aún no lo ha hecho. Y la gran prensa brasileña no ha publicado un solo editorial exigiendo su dimisión.
Pero algunas iniciativas empiezan a apuntar un camino para reequilibrar las relaciones cívico-militares. La más importante es un proyecto de enmienda constitucional que propone prohibir que los militares en activo formen parte del gobierno. Esta enmienda debería ser acompañada de la reforma de los planes de estudio de las instituciones militares —que aún hoy elogian el golpe militar de 1964—. Pero, sobre todo, es urgente replantear la misión, función y objetivo de nuestras fuerzas armadas para afirmar su completa subordinación al poder civil, proceso que nunca ha concluido desde el fin de la dictadura.
Este reto enorme, sin solución fácil, debe ser la principal prioridad del próximo gobierno, sea Bolsonaro u otro presidente quien esté al frente. Solo devolviendo a los militares a los cuarteles de una vez por todas podremos concluir la transición hacia una democracia plena en Brasil.
Natalia Viana es periodista de investigación y cofundadora de Agencia Pública, un medio de periodismo investigativo basado en Brasil